Este fragmento es del psiquiátrico, muy cerca del final:
La bestia gritaba en mi cabeza, me tenía poseído, cada embestida desgarraba el ano de la enfermera con más violencia, cada vez era más fácil violarla, la sangre lubricaba el túnel que le estaba abriendo. Yo solo conseguía babear y jadear, con los ojos inyectados en sangre, sujetando sus brazos contra el suelo mientras le profanaba el recto con más fuerza que un toro. La muy puta ya no se resistía, le tenía que estar encantando. Los demás sabios miraban excitados el espectáculo, algunos fijamente y otros dando saltos y soltando pequeñas carcajadas por el nerviosismo. Después les tocaba a ellos. Pude ver cómo el bueno de Orejas, mi médico, se masturbaba con vehemencia embobado con la escena. Sin embargo, dado que había logrado domarla, mi tremenda erección comenzó a disminuir. Entonces le cogí del pelo con fuerza y tiré hacia arriba. Ella gritó de dolor y esto me animó a dar cada vez más tirones, y cuantos más, más violentos, y cuanto más violentos, más notaba que aquello se estiraba. Y mi miembro también. Le arrancaba mechones de pelo a puñados y volvía a por más, a veces incluso llevándome entre los dedos pedazos de piel unidos a su melena. Ella aullaba de dolor y pánico, su cerebro no debía saber a qué suplicio atender primero, pero yo no podía parar. Y la quería para mí. Cuanto más sufría ella, más duro se la pelaba Orejas, El muy cabrón disfrutaba viendo el dolor. Me le quedé mirando mientras sodomizaba a mi perra calva sobre un charco de orina, saliva, lágrimas y sangre. Ella gimoteaba entrecortadamente. Ni acertaba a respirar. Y él, absorto en ella, se tocaba.
— Me cago en la puta —dije—. En la puta me cago.
Puse de lado a mi maniquí viviente, cogí el bisturí y empecé a cortarle un pecho. Apenas le había rozado y ella emitió un grito de horror e intentó débilmente apartarme. Le asesté una puñalada en la espalda, y después otra, y una en el vientre, y vuelta a la espalda, espalda, espalda, costado, costillas, costillas, costillas, costillas, espalda, cuello, cuello, espalda, pienso ir a la sien, pero moriría, le cojo del cuello y vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre...
vientre, vientre, vientre...
vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre...
vientre... vientre...
vientre...
vientre...
vientre...
Y le extirpé un pecho. No se quejó.
Lo di la vuelta y abrí hueco con mis manos y el bisturí, empapándome, y con aquel sanguinolento seno en la mano me levanté. La sala se silenció. Me giré entonces hacia Orejas, que seguía masturbándose con cara de depravado mirando el cadáver, y lo arrojé frente a él. Me miró como si acabase de darse cuenta de que estaba allí y después se fijó extrañado en el bulto rojo de carne que le habia caído delante.
— Fóllatelo.
— ... Q... q... ¿Qué?
— Fó-lla-te-lo —los sabios se volvieron locos, brincaron y volvieron a reír nerviosamente—. ¡¡¡SILENCIO!!!... Fóllatelo —parecía que iba a volver a replicarme—. ¡¡QUE TE LO FOLLES!! —al fin lo recogió del suelo—. Cierra los ojos e imagínate sus gritos.
Orejas lo hizo. Al principio parecía que le costaba, pero pronto empezó a disfrutar. La boca medio abierta, emulando poco a poco y en silencio las muecas de dolor que momentos antes había visto en rostro ajeno. El muy hijo de puta no tenía alma. Me lancé a por él con lágrimas en los ojos, con el corazón completamente roto. ¿Cómo podía él no tener alma? ¡Él no! Ya solo quedaba yo. El llanero solitario. El héroe. Como siempre. Lo estrangulé con mis propias manos. Sus ojos me miraban con una mezcla de miedo y desconcierto. Los míos le devolvían la mirada con melancolía y rabia.
Tendido en el suelo, le desnudé y me dispuse a abrirle a él también, como había hecho tantas veces antes, aún con la esperanza de haberme equivocado. Mis lágrimas bañaban su pecho mientras el bisturí avanzaba centímetro a centímetro. Llegué a lo que mi mano consideró el final y miré dentro. Me tomé mi tiempo. Reconocí mediante el tacto cada órgano en mi camino hasta el corazón. Cuando lo alcancé, empecé a tirar. Fuerte, con determinación. Era tierno. Lo arranqué a pesar de las dificultades. Pronto, me apresuré a abrirlo.
— Nada... ¡nada! —lo tiré al suelo con ira—... ¡¡¡¡NADA!!!!
Mi búsqueda había sido en vano. Yo era el único que lo entendía todo. Y el único ser que poseía alma.
Me arrodillé con las manos en la cara, hastiado, lleno de tristeza, y en esta postura me mantuve hasta que sentí la necesidad del abrazo materno. Sí, ese que te calma de cualquier mal, ese que cura hasta la peor aflicción que exista, ese que sana incluso las heridas más profundas de la psique humana... los brazos de la mujer que te dio la vida. Gateé llorando hasta la enfermera. Cuando llegué, me acurruqué en su regazo e hice que me abrazara mientras buscaba a tientas con mis labios el pezón de su único pecho, del cual me alimenté hasta caer dormido, pues era ya muy tarde para tantas aventuras.
NOTA: *anteriormente, el lector sabe que ella estaba embarazada de 6 meses y tuvo un aborto hacía cuatro semanas, por lo que tenía leche en sus pechos.
¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOoooooooooooooooo!!!!!!
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOoo!!!!!!!
*sollozos de impotencia*
Nooo... no, no, ¡noo!... no... *más sollozos*
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOoo!!!!!!!
*sollozos de impotencia*
Nooo... no, no, ¡noo!... no... *más sollozos*
La bestia gritaba en mi cabeza, me tenía poseído, cada embestida desgarraba el ano de la enfermera con más violencia, cada vez era más fácil violarla, la sangre lubricaba el túnel que le estaba abriendo. Yo solo conseguía babear y jadear, con los ojos inyectados en sangre, sujetando sus brazos contra el suelo mientras le profanaba el recto con más fuerza que un toro. La muy puta ya no se resistía, le tenía que estar encantando. Los demás sabios miraban excitados el espectáculo, algunos fijamente y otros dando saltos y soltando pequeñas carcajadas por el nerviosismo. Después les tocaba a ellos. Pude ver cómo el bueno de Orejas, mi médico, se masturbaba con vehemencia embobado con la escena. Sin embargo, dado que había logrado domarla, mi tremenda erección comenzó a disminuir. Entonces le cogí del pelo con fuerza y tiré hacia arriba. Ella gritó de dolor y esto me animó a dar cada vez más tirones, y cuantos más, más violentos, y cuanto más violentos, más notaba que aquello se estiraba. Y mi miembro también. Le arrancaba mechones de pelo a puñados y volvía a por más, a veces incluso llevándome entre los dedos pedazos de piel unidos a su melena. Ella aullaba de dolor y pánico, su cerebro no debía saber a qué suplicio atender primero, pero yo no podía parar. Y la quería para mí. Cuanto más sufría ella, más duro se la pelaba Orejas, El muy cabrón disfrutaba viendo el dolor. Me le quedé mirando mientras sodomizaba a mi perra calva sobre un charco de orina, saliva, lágrimas y sangre. Ella gimoteaba entrecortadamente. Ni acertaba a respirar. Y él, absorto en ella, se tocaba.
— Me cago en la puta —dije—. En la puta me cago.
Puse de lado a mi maniquí viviente, cogí el bisturí y empecé a cortarle un pecho. Apenas le había rozado y ella emitió un grito de horror e intentó débilmente apartarme. Le asesté una puñalada en la espalda, y después otra, y una en el vientre, y vuelta a la espalda, espalda, espalda, costado, costillas, costillas, costillas, costillas, espalda, cuello, cuello, espalda, pienso ir a la sien, pero moriría, le cojo del cuello y vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre...
vientre, vientre, vientre...
vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre, vientre...
vientre... vientre...
vientre...
vientre...
vientre...
Y le extirpé un pecho. No se quejó.
Lo di la vuelta y abrí hueco con mis manos y el bisturí, empapándome, y con aquel sanguinolento seno en la mano me levanté. La sala se silenció. Me giré entonces hacia Orejas, que seguía masturbándose con cara de depravado mirando el cadáver, y lo arrojé frente a él. Me miró como si acabase de darse cuenta de que estaba allí y después se fijó extrañado en el bulto rojo de carne que le habia caído delante.
— Fóllatelo.
— ... Q... q... ¿Qué?
— Fó-lla-te-lo —los sabios se volvieron locos, brincaron y volvieron a reír nerviosamente—. ¡¡¡SILENCIO!!!... Fóllatelo —parecía que iba a volver a replicarme—. ¡¡QUE TE LO FOLLES!! —al fin lo recogió del suelo—. Cierra los ojos e imagínate sus gritos.
Orejas lo hizo. Al principio parecía que le costaba, pero pronto empezó a disfrutar. La boca medio abierta, emulando poco a poco y en silencio las muecas de dolor que momentos antes había visto en rostro ajeno. El muy hijo de puta no tenía alma. Me lancé a por él con lágrimas en los ojos, con el corazón completamente roto. ¿Cómo podía él no tener alma? ¡Él no! Ya solo quedaba yo. El llanero solitario. El héroe. Como siempre. Lo estrangulé con mis propias manos. Sus ojos me miraban con una mezcla de miedo y desconcierto. Los míos le devolvían la mirada con melancolía y rabia.
Tendido en el suelo, le desnudé y me dispuse a abrirle a él también, como había hecho tantas veces antes, aún con la esperanza de haberme equivocado. Mis lágrimas bañaban su pecho mientras el bisturí avanzaba centímetro a centímetro. Llegué a lo que mi mano consideró el final y miré dentro. Me tomé mi tiempo. Reconocí mediante el tacto cada órgano en mi camino hasta el corazón. Cuando lo alcancé, empecé a tirar. Fuerte, con determinación. Era tierno. Lo arranqué a pesar de las dificultades. Pronto, me apresuré a abrirlo.
— Nada... ¡nada! —lo tiré al suelo con ira—... ¡¡¡¡NADA!!!!
Mi búsqueda había sido en vano. Yo era el único que lo entendía todo. Y el único ser que poseía alma.
Me arrodillé con las manos en la cara, hastiado, lleno de tristeza, y en esta postura me mantuve hasta que sentí la necesidad del abrazo materno. Sí, ese que te calma de cualquier mal, ese que cura hasta la peor aflicción que exista, ese que sana incluso las heridas más profundas de la psique humana... los brazos de la mujer que te dio la vida. Gateé llorando hasta la enfermera. Cuando llegué, me acurruqué en su regazo e hice que me abrazara mientras buscaba a tientas con mis labios el pezón de su único pecho, del cual me alimenté hasta caer dormido, pues era ya muy tarde para tantas aventuras.
NOTA: *anteriormente, el lector sabe que ella estaba embarazada de 6 meses y tuvo un aborto hacía cuatro semanas, por lo que tenía leche en sus pechos.