17-10-2010
Madrid echa humo. La Gran Vía deja caer transeúntes a las arterias del mundo, con el cuentagotas averiado. Yo en medio, caminando a ritmo de minué; ella lleva el paso.
Se largan los actores y comienza la parábasis: regreso al común denominador. Metástasis de huesos de bolsillos descosidos; reguerito de ideas por el camino, de vuelta al hogar. ¿Al hogar? A un hogar cualquiera. Yo no soy de esta ciudad, ni de ninguna otra. Quisiera ser de todas, sedente metropolitano, frente a una pantalla de ordenador sin atreverme a dar el paso de la potencia al acto. Hablar es muy fácil pero no es tan fácil hablar de algo. Tornados en la tripa, vamos, que ha vuelto a suceder. Me aprieta fuerte la mano. Estandarte al hombro, deshago el camino. Mañana, ya si eso, vuelvo... ¿adónde? A donde sea, improvisemos las metas. Demasiado hablo para lo poco que digo: soy errante y mi patria es su ombligo. He dicho.
Me mira; voy cogido de su brazo. Me río, y no sé por qué. Miramos al frente y nos ciega el sol.
¿Cuánto queda para el sábado? Demasiado. Universos infinitos, días que no existen, mañanas en un parque…
Al fin y al cabo, somos dos adolescentes seniles. Dos ancianos pueriles. Somos, sólo, dos ideas perfectas, cuya dialéctica comienza en Atocha Renfe.
Tan lejos, tan breve, tan intenso. Tan sutil que mi patria es su ombligo. Mi bandera es del color que a ella se le antoje al levantarse, y el himno que retruena en mi alma es el repiqueteo de su sus bostezos cuando se despereza y me mira susurrando un “buenos días”, dulce nomeolvides con virutas de luz matutina colándose por las rendijas de la persiana. Mi sol sale al abrir sus párpados y se pone cuando me abraza bajo una sábana; y los días son tan largos como permita el azar.
Que sí, que mi patria es su ombligo, aunque bien es cierto que no nací allí.
Porque yo soy de la Castilla profunda. ¿Soy? No, no soy. No soy de ningún lugar ni de nadie (ni si quiera de ella). Nací allí, allí vive mi cuerpo (pero no mis ganas o mi mente) y de allí me escapo siempre que tengo oportunidad. Por ejemplo, hoy.
Girando en el paseo del Prado a la izquierda, remando entre la gente en un paso de cebra kilométrico… Banco de España, todo hacia arriba; nos damos de bruces con el edificio del “metrópolis” y su bifurcación.
Ella elije la derecha: que espere Sol; prepárate, Callao. Tiembla el suelo bajo nuestros pies, calle arriba. No hay más mundo más allá de sus ojos.
Teatros, H&M, carteles eclécticos de musicales muy caros; quisiera ver los Miserables… restaurantes, bares y más bares, tiendas. Opulencia, magnifico sudor rococó. Arte.
Me gusta la Gran Vía, y me gusta mucho. Gente nerviosa, con estrés. Gente con ansiedad, con ladillas, con pájaros muertos en la cabeza; la compasión que siento por ellos cuando les veo así es, en dimensiones, semejante a la rutina en sus vidas. ¿Qué necesidad hay de darse prisa? Las cosas despacio acaban saliendo mejor; es algo que por mucho que pase el tiempo jamás aprenderé.
- ¿Te hace un café?
- ¡Pues claro!
- Yo invito.
Y el Starbucks de Callao se abarrota de nosotros. En cada rincón. Un Mocca y un Latte nos sirven de excusa para hablar de todo; de nada. Para calentarnos los guantes con un café hirviendo, y templar las manos que hay debajo de ellos, que desean compañía.
La gente se revuelve en un ir y venir de desnudeces, en mesas circulares. Miradas rampantes que amenazan a todo, que escrudiñan la nada patente en el local. Y es que, si algo me enseñó segundo de bachillerato, es que Aristóteles no tenía razón: el hombre no es social por naturaleza; bueno, sí, lo es. Pero es totalmente asocial por instinto.
Ella va rememorando.
- ¿Qué es lo que más te ha impresionado?
Me río y evito mirarla a los ojos. Evito decirla que lo que más hermoso me ha parecido en todo el museo ha sido ella.
- Casi todo, te puedes imaginar. Todo Vanguardias y yo, siendo como soy… ¿qué puedo decir? El surrealismo; Dalí. Nunca había visto una obra suya tan cerca.
Se le escapa una suave carcajada.
- Ya te veía, que casi me arrastrabas de un cuadro a otro. Te los sabías al milímetro.
- Si te digo que me sabía al dedillo el Reina Sofía antes de ir a base de Wikipedia y Google Imágenes no te miento.
- Me lo creo.
- Y tú, ¿qué?
- Creo que la sala del arte durante la Guerra Civil. No sé, me ha impactado mucho todo eso. Pero lo que más, sin duda, el Guernica. ¿Te lo imaginabas tan enorme?
- Tan enorme, sí. Lo que no me imaginaba era la bronca que nos iba a echar la tipa del traje por acercarnos demasiado.
- Y hacer fotos con flash, que ya te vale.
- Cierto…
- De todas maneras… por muy importante que sea para el arte el Guernica… era el único que tenía medidas de protección tan extremas. Si hubiésemos querido, habríamos podido lamer la Muchacha en la Ventana o… la Mujer de Azul y nadie nos habría llamado la atención. Me parece un poco triste esa discriminación…
Mientras ella habla, yo asiento y voy cogiendo servilletas de papel. Hasta cinco y comienzo con mi alquimia. A intervalos, la miro. Y un escalofrío me recorre la espina dorsal.
Me gustaría que la pudierais ver. Me gustaría poder dibujarla en ésta hoja tan increíble como la tengo yo grabada en la retina. No es perfecta, ni mucho menos; nadie lo somos. Podría sacarla mil defectos y no por ello se me dejaría de cortar la respiración cada vez que la veo. Es un juego de contrastes, un trabalenguas para los ojos. Como una sonrisa en un velatorio… ojos verdes, melena castaña, brillante. Labios carnosos y sugerentes. Voz dulce. Alta, muy alta; si sus piernas tienen fin no me lo digáis, prefiero descubrirlo yo. Huele como… como cuando tienes una idea preciosa, irrealizable. Huele a utopía… Se mueve suave, dulce. Sus manos te buscan. Cada vez que me mira, siento como si entrase en mi pupila, más allá del peristilo de mi subconsciente; hasta la cocina, que se suele decir, de mi ego. Siento como si desnudara mi alma cada vez que su verde se mezcla con el mío.
Si hay Dios, debe de estar orgulloso.
A cada frase, levanto la vista de mi origami y la miro a los ojos. Y sonrío. Si hace falta asiento, contesto o pregunto, pero siempre con frases cortas. Poco a poco, mi obra va cobrando forma y no quisiera delatarme. Levanto cada solapa al ritmo pausado de sus palabras; las servilletas van dando origen a pétalos cuyo único color lo forman tímidos “gracias por su visita”. Al terminar, no sin dejar de escucharla, la miro en un segundo fugaz que ella no lo hace y le coloco la rosa de papel detrás de la oreja.
Y el contacto de mis dedos con su pelo me hace estremecerme.
Ella se asombra, me da las gracias y, sonriente, me pregunta que si le queda bien.
¿Cómo no iba a hacerlo?
La conversación degenera a cosas que de puro interés se tornan fútiles. Todo es banal si no suma su “yo” a un “tú” bajo mi firma.
Pequeños sorbos y miradas cómplices. Anhelos del mañana; curioso, suena Morning Yearning en la radio. Apenas tres o cuatro palabras; no nos hacen falta. Sensación de gente viva, movimiento de gente muerta porque, en la calle, todo fluye, todo pasa. Nada queda y sólo se impone una cosa: la duda. La silla que chirría al levantarme marca el prólogo de otra caminata; la tapa de la papelera da vueltas mientras mi Latte cae a una morgue de cartones. Su Mocca aún calienta sus manos mientras abrimos la puerta.
Suelas con agujeros pisando charcos. Miradas nerviosas, bufandas, vaho, guantes o, en su defecto, las manos en los bolsillos. Todos corren y no lo entiendo, al fin y al cabo, todos acabaremos en el mismo sitio.
Gris.
Un paso y cruzamos el umbral, y nos mezclamos con la gente. La radio sigue sonando.
The world awakens on the run
And will soon be earning
With hopes of better days to come
It’s a morning yearning.
La boca de metro vomita gente, también la devora. Siniestra, a la sombra del cartel de Schweppes casi parece una cripta. Una enorme cripta para cadáveres aún con espíritu, una tumba kilométrica que conecta diferentes puntos de este enorme cementerio que es Madrid. Apenas un esperpento de la musa romántica, el mármol gotea cal, los cristales se empañan. Los ojos supuran con legañas. Carteles luminosos que llaman a penitentes: cine, comida basura, Fnac. Purgatorio de consumismo.
Como quien no quiere la cosa ahueco mi brazo, la miro y sonrío. Se ríe. Me sostiene la mirada sólo un instante y entrecruza su antebrazo con el mío. Me muero por besarla. Quizás ella también lo haga aunque, casi seguro, no lo sabré hoy.
Asomamos la cabeza por Sol: su oso, el madroño; carteles ambulantes de “Compro Oro”. Fealdades, entes mediocres y seres sublimes ocultos bajo mis prejuicios.
Con todo, ¿qué importan los actores? Hay demasiados para ser una historia tan simple.
Una niebla nos envuelve por el metro mientras trazamos nuestro éxodo hacia Plaza Elíptica, y mi corazón frena su crescendo. No se quiere ir, y la agarro tan fuerte que incluso ella nota que diez horas de bis a bis no me han parecido suficientes...
Pero, a pesar de mis tentativas de boicotear al tiempo, poco a poco acaba el primer acto: pegado al cristal del autobús agito la mano diciéndole adiós a ella, que espera en el andén a que el bus se vaya, sonriendo. Después, supongo que volverá a su habitación, en Alcalá, a hacerse crisálida en sus perfecciones; yo, alejándome ya de la capital, me voy convirtiendo, de nuevo, en una mueca… ciudad agridulce. Mujer agridulce. Experiencia, como siempre, única. Una vez más se me ha quedado el beso pegado a los labios, con ganas de salir.
Y, yo supongo que, mientras va cayendo el telón a medida que me quedo dormido en el asiento, el público aplaudirá nuestra tragicomedia.
Pero, que descuiden los críticos: ésta obra, por lo menos, se presentará en trilogía, y su desenlace no dejará indiferente a nadie.
Madrid echa humo. La Gran Vía deja caer transeúntes a las arterias del mundo, con el cuentagotas averiado. Yo en medio, caminando a ritmo de minué; ella lleva el paso.
Se largan los actores y comienza la parábasis: regreso al común denominador. Metástasis de huesos de bolsillos descosidos; reguerito de ideas por el camino, de vuelta al hogar. ¿Al hogar? A un hogar cualquiera. Yo no soy de esta ciudad, ni de ninguna otra. Quisiera ser de todas, sedente metropolitano, frente a una pantalla de ordenador sin atreverme a dar el paso de la potencia al acto. Hablar es muy fácil pero no es tan fácil hablar de algo. Tornados en la tripa, vamos, que ha vuelto a suceder. Me aprieta fuerte la mano. Estandarte al hombro, deshago el camino. Mañana, ya si eso, vuelvo... ¿adónde? A donde sea, improvisemos las metas. Demasiado hablo para lo poco que digo: soy errante y mi patria es su ombligo. He dicho.
Me mira; voy cogido de su brazo. Me río, y no sé por qué. Miramos al frente y nos ciega el sol.
¿Cuánto queda para el sábado? Demasiado. Universos infinitos, días que no existen, mañanas en un parque…
Al fin y al cabo, somos dos adolescentes seniles. Dos ancianos pueriles. Somos, sólo, dos ideas perfectas, cuya dialéctica comienza en Atocha Renfe.
Tan lejos, tan breve, tan intenso. Tan sutil que mi patria es su ombligo. Mi bandera es del color que a ella se le antoje al levantarse, y el himno que retruena en mi alma es el repiqueteo de su sus bostezos cuando se despereza y me mira susurrando un “buenos días”, dulce nomeolvides con virutas de luz matutina colándose por las rendijas de la persiana. Mi sol sale al abrir sus párpados y se pone cuando me abraza bajo una sábana; y los días son tan largos como permita el azar.
Que sí, que mi patria es su ombligo, aunque bien es cierto que no nací allí.
Porque yo soy de la Castilla profunda. ¿Soy? No, no soy. No soy de ningún lugar ni de nadie (ni si quiera de ella). Nací allí, allí vive mi cuerpo (pero no mis ganas o mi mente) y de allí me escapo siempre que tengo oportunidad. Por ejemplo, hoy.
Girando en el paseo del Prado a la izquierda, remando entre la gente en un paso de cebra kilométrico… Banco de España, todo hacia arriba; nos damos de bruces con el edificio del “metrópolis” y su bifurcación.
Ella elije la derecha: que espere Sol; prepárate, Callao. Tiembla el suelo bajo nuestros pies, calle arriba. No hay más mundo más allá de sus ojos.
Teatros, H&M, carteles eclécticos de musicales muy caros; quisiera ver los Miserables… restaurantes, bares y más bares, tiendas. Opulencia, magnifico sudor rococó. Arte.
Me gusta la Gran Vía, y me gusta mucho. Gente nerviosa, con estrés. Gente con ansiedad, con ladillas, con pájaros muertos en la cabeza; la compasión que siento por ellos cuando les veo así es, en dimensiones, semejante a la rutina en sus vidas. ¿Qué necesidad hay de darse prisa? Las cosas despacio acaban saliendo mejor; es algo que por mucho que pase el tiempo jamás aprenderé.
- ¿Te hace un café?
- ¡Pues claro!
- Yo invito.
Y el Starbucks de Callao se abarrota de nosotros. En cada rincón. Un Mocca y un Latte nos sirven de excusa para hablar de todo; de nada. Para calentarnos los guantes con un café hirviendo, y templar las manos que hay debajo de ellos, que desean compañía.
La gente se revuelve en un ir y venir de desnudeces, en mesas circulares. Miradas rampantes que amenazan a todo, que escrudiñan la nada patente en el local. Y es que, si algo me enseñó segundo de bachillerato, es que Aristóteles no tenía razón: el hombre no es social por naturaleza; bueno, sí, lo es. Pero es totalmente asocial por instinto.
Ella va rememorando.
- ¿Qué es lo que más te ha impresionado?
Me río y evito mirarla a los ojos. Evito decirla que lo que más hermoso me ha parecido en todo el museo ha sido ella.
- Casi todo, te puedes imaginar. Todo Vanguardias y yo, siendo como soy… ¿qué puedo decir? El surrealismo; Dalí. Nunca había visto una obra suya tan cerca.
Se le escapa una suave carcajada.
- Ya te veía, que casi me arrastrabas de un cuadro a otro. Te los sabías al milímetro.
- Si te digo que me sabía al dedillo el Reina Sofía antes de ir a base de Wikipedia y Google Imágenes no te miento.
- Me lo creo.
- Y tú, ¿qué?
- Creo que la sala del arte durante la Guerra Civil. No sé, me ha impactado mucho todo eso. Pero lo que más, sin duda, el Guernica. ¿Te lo imaginabas tan enorme?
- Tan enorme, sí. Lo que no me imaginaba era la bronca que nos iba a echar la tipa del traje por acercarnos demasiado.
- Y hacer fotos con flash, que ya te vale.
- Cierto…
- De todas maneras… por muy importante que sea para el arte el Guernica… era el único que tenía medidas de protección tan extremas. Si hubiésemos querido, habríamos podido lamer la Muchacha en la Ventana o… la Mujer de Azul y nadie nos habría llamado la atención. Me parece un poco triste esa discriminación…
Mientras ella habla, yo asiento y voy cogiendo servilletas de papel. Hasta cinco y comienzo con mi alquimia. A intervalos, la miro. Y un escalofrío me recorre la espina dorsal.
Me gustaría que la pudierais ver. Me gustaría poder dibujarla en ésta hoja tan increíble como la tengo yo grabada en la retina. No es perfecta, ni mucho menos; nadie lo somos. Podría sacarla mil defectos y no por ello se me dejaría de cortar la respiración cada vez que la veo. Es un juego de contrastes, un trabalenguas para los ojos. Como una sonrisa en un velatorio… ojos verdes, melena castaña, brillante. Labios carnosos y sugerentes. Voz dulce. Alta, muy alta; si sus piernas tienen fin no me lo digáis, prefiero descubrirlo yo. Huele como… como cuando tienes una idea preciosa, irrealizable. Huele a utopía… Se mueve suave, dulce. Sus manos te buscan. Cada vez que me mira, siento como si entrase en mi pupila, más allá del peristilo de mi subconsciente; hasta la cocina, que se suele decir, de mi ego. Siento como si desnudara mi alma cada vez que su verde se mezcla con el mío.
Si hay Dios, debe de estar orgulloso.
A cada frase, levanto la vista de mi origami y la miro a los ojos. Y sonrío. Si hace falta asiento, contesto o pregunto, pero siempre con frases cortas. Poco a poco, mi obra va cobrando forma y no quisiera delatarme. Levanto cada solapa al ritmo pausado de sus palabras; las servilletas van dando origen a pétalos cuyo único color lo forman tímidos “gracias por su visita”. Al terminar, no sin dejar de escucharla, la miro en un segundo fugaz que ella no lo hace y le coloco la rosa de papel detrás de la oreja.
Y el contacto de mis dedos con su pelo me hace estremecerme.
Ella se asombra, me da las gracias y, sonriente, me pregunta que si le queda bien.
¿Cómo no iba a hacerlo?
La conversación degenera a cosas que de puro interés se tornan fútiles. Todo es banal si no suma su “yo” a un “tú” bajo mi firma.
Pequeños sorbos y miradas cómplices. Anhelos del mañana; curioso, suena Morning Yearning en la radio. Apenas tres o cuatro palabras; no nos hacen falta. Sensación de gente viva, movimiento de gente muerta porque, en la calle, todo fluye, todo pasa. Nada queda y sólo se impone una cosa: la duda. La silla que chirría al levantarme marca el prólogo de otra caminata; la tapa de la papelera da vueltas mientras mi Latte cae a una morgue de cartones. Su Mocca aún calienta sus manos mientras abrimos la puerta.
Suelas con agujeros pisando charcos. Miradas nerviosas, bufandas, vaho, guantes o, en su defecto, las manos en los bolsillos. Todos corren y no lo entiendo, al fin y al cabo, todos acabaremos en el mismo sitio.
Gris.
Un paso y cruzamos el umbral, y nos mezclamos con la gente. La radio sigue sonando.
The world awakens on the run
And will soon be earning
With hopes of better days to come
It’s a morning yearning.
La boca de metro vomita gente, también la devora. Siniestra, a la sombra del cartel de Schweppes casi parece una cripta. Una enorme cripta para cadáveres aún con espíritu, una tumba kilométrica que conecta diferentes puntos de este enorme cementerio que es Madrid. Apenas un esperpento de la musa romántica, el mármol gotea cal, los cristales se empañan. Los ojos supuran con legañas. Carteles luminosos que llaman a penitentes: cine, comida basura, Fnac. Purgatorio de consumismo.
Como quien no quiere la cosa ahueco mi brazo, la miro y sonrío. Se ríe. Me sostiene la mirada sólo un instante y entrecruza su antebrazo con el mío. Me muero por besarla. Quizás ella también lo haga aunque, casi seguro, no lo sabré hoy.
Asomamos la cabeza por Sol: su oso, el madroño; carteles ambulantes de “Compro Oro”. Fealdades, entes mediocres y seres sublimes ocultos bajo mis prejuicios.
Con todo, ¿qué importan los actores? Hay demasiados para ser una historia tan simple.
Una niebla nos envuelve por el metro mientras trazamos nuestro éxodo hacia Plaza Elíptica, y mi corazón frena su crescendo. No se quiere ir, y la agarro tan fuerte que incluso ella nota que diez horas de bis a bis no me han parecido suficientes...
Pero, a pesar de mis tentativas de boicotear al tiempo, poco a poco acaba el primer acto: pegado al cristal del autobús agito la mano diciéndole adiós a ella, que espera en el andén a que el bus se vaya, sonriendo. Después, supongo que volverá a su habitación, en Alcalá, a hacerse crisálida en sus perfecciones; yo, alejándome ya de la capital, me voy convirtiendo, de nuevo, en una mueca… ciudad agridulce. Mujer agridulce. Experiencia, como siempre, única. Una vez más se me ha quedado el beso pegado a los labios, con ganas de salir.
Y, yo supongo que, mientras va cayendo el telón a medida que me quedo dormido en el asiento, el público aplaudirá nuestra tragicomedia.
Pero, que descuiden los críticos: ésta obra, por lo menos, se presentará en trilogía, y su desenlace no dejará indiferente a nadie.