“Sálvame…Mamá, sálvame” Su llanto lastimoso en la oscuridad perfora mi alma con más intensidad que sus ojos tristes, que su cara lánguida, que sus ropas raídas, que ese cuerpo corrompido y pálido antaño vital y sonrojado que me mira con intensidad desde el otro lado del claro del bosque.
Cuando me despedí de él con gran dolor creía que sería para siempre; nunca que pensé que un ser tan puro e inocente pudiese estar condenado a un abismo tan terrible como para precisar de mi sacrificio para su consuelo eterno. Pero aquí estoy. Una muerte en vida por su salvación. Un alma a cambio de otra.
Avanzo lentamente; mi túnica blanca deslizándose sobre la hierba; mis pies descalzos acariciando la tierra húmeda. A cada paso que me acerco a él la angustia llena cada rincón de mi ser, y nada tiene que ver con la que vaya a ser mi suerte, si no con la suya. La congoja de que aquel que ha perturbado su descanso eterno pueda incumplir su palabra me ahoga y me llena de gran pesar.
Apenas nos separan un par de metros, y aunque por una parte me muero de ganas por abrazarle, no me veo capaz de seguir avanzando. No me importa su aspecto decrépito; sé que si le tomo entre mis brazos no le dejaré marchar.
“Sálvame…Mamá, sálvame”. Su voz vuelve a retumbar en mis oídos, pero no me mira. No quiere hacerlo. Tampoco yo quiero que lo vea. Prendida del cinto llevo una bolsa de terciopelo negro de la que saco la daga de plata que nunca consideré un arma. La luz de la luna se refleja en cada centímetro de su empuñadura surcada de cristales, en las lágrimas que recorren mi rostro. No quiero hacerlo. Pero debo hacerlo. Por él.
Apoyo la daga contra mi pecho y respiro profundamente. Aprieto los ojos tratando de detener mi llanto. No quiero que me vea llorar...mientras presiono ligeramente la daga a la par que un fino hilo de sangre escarlata mancha mi ropa. Necesito fuerzas para hacerlo…decido mirarle por última vez…
Y esta vez si que me mira. Sus iris están fijos en los míos. Sólo que no son sus iris. No se decir por qué, sólo sé que no son sus ojos los que me devuelven la mirada. Arrojo la daga contra su cara, una cara ahora macabra que responde a mi ataque con una burlona sonrisa. Presa del miedo me doy la vuelta hacia el camino por el que he venido.
Y corro. Corro por esa senda cubierta de espino, de rosas antaño espléndidas que yacen ahora en el suelo más muertas que las piedras en las que delicadamente se apoyan. Ni las lágrimas que el cielo nocturno ha comenzado a verter sobre ellas parecen darles un atisbo de vida. Nada me detiene. Tengo que comprobarlo…
Sólo freno mi carrera cuando la valla de forja del camposanto me detiene. Siempre vi lúgubres los arcángeles de mármol que la vigilaban, pero en esta noche oscura arrojan sobre mí una luz más brillante que la más ardiente de las hogueras que me da aliento para seguir avanzando.
Las puertas se abren ante mí como por voluntad divina, y yo, dando gracias al cielo, continúo corriendo sin importar las heridas que las espinas y las piedras provocan en mis pies. Izquierda, derecha, de frente, derecha…tantas veces lo visité que aún de haber mantenido los ojos cerrados hubiese encontrado el lugar.
Ahí está. Su tumba. Con una fuerza que no se de donde logro tomar levanto la lápida y dejo al descubierto ese pequeño ataúd que tantas noches me ha atormentado. Sin tiempo para pensármelo dos veces abro la tapa. Y ahí está. Muerto pero incorrupto, con un gesto de paz recorriendo su cara. Nuevas lágrimas, esta vez de felicidad, brotan en torrente desde mis ojos, y ese pesar que me estaba oprimiendo el pecho se desvanece como polvo en el viento. Beso su frente como siempre me ha gustado hacer.
Me levanto y grito de felicidad mientras doy vueltas bajo una lluvia ahora intensa; los brazos abiertos, el pelo empapado, la mirada y la sonrisa dirigidas al cielo dando gracias de que todo fuera un embuste.
Pero no para todos hay felicidad. En la lejanía una criatura tan bella como oscura me mira con desdén. Esos ojos no son humanos…carecen del alma que tiempo ha perdieron y que buscan arrebatarle a alguien de buen corazón. Pero no a mí. Pero no a él. Ya no."
Cuando me despedí de él con gran dolor creía que sería para siempre; nunca que pensé que un ser tan puro e inocente pudiese estar condenado a un abismo tan terrible como para precisar de mi sacrificio para su consuelo eterno. Pero aquí estoy. Una muerte en vida por su salvación. Un alma a cambio de otra.
Avanzo lentamente; mi túnica blanca deslizándose sobre la hierba; mis pies descalzos acariciando la tierra húmeda. A cada paso que me acerco a él la angustia llena cada rincón de mi ser, y nada tiene que ver con la que vaya a ser mi suerte, si no con la suya. La congoja de que aquel que ha perturbado su descanso eterno pueda incumplir su palabra me ahoga y me llena de gran pesar.
Apenas nos separan un par de metros, y aunque por una parte me muero de ganas por abrazarle, no me veo capaz de seguir avanzando. No me importa su aspecto decrépito; sé que si le tomo entre mis brazos no le dejaré marchar.
“Sálvame…Mamá, sálvame”. Su voz vuelve a retumbar en mis oídos, pero no me mira. No quiere hacerlo. Tampoco yo quiero que lo vea. Prendida del cinto llevo una bolsa de terciopelo negro de la que saco la daga de plata que nunca consideré un arma. La luz de la luna se refleja en cada centímetro de su empuñadura surcada de cristales, en las lágrimas que recorren mi rostro. No quiero hacerlo. Pero debo hacerlo. Por él.
Apoyo la daga contra mi pecho y respiro profundamente. Aprieto los ojos tratando de detener mi llanto. No quiero que me vea llorar...mientras presiono ligeramente la daga a la par que un fino hilo de sangre escarlata mancha mi ropa. Necesito fuerzas para hacerlo…decido mirarle por última vez…
Y esta vez si que me mira. Sus iris están fijos en los míos. Sólo que no son sus iris. No se decir por qué, sólo sé que no son sus ojos los que me devuelven la mirada. Arrojo la daga contra su cara, una cara ahora macabra que responde a mi ataque con una burlona sonrisa. Presa del miedo me doy la vuelta hacia el camino por el que he venido.
Y corro. Corro por esa senda cubierta de espino, de rosas antaño espléndidas que yacen ahora en el suelo más muertas que las piedras en las que delicadamente se apoyan. Ni las lágrimas que el cielo nocturno ha comenzado a verter sobre ellas parecen darles un atisbo de vida. Nada me detiene. Tengo que comprobarlo…
Sólo freno mi carrera cuando la valla de forja del camposanto me detiene. Siempre vi lúgubres los arcángeles de mármol que la vigilaban, pero en esta noche oscura arrojan sobre mí una luz más brillante que la más ardiente de las hogueras que me da aliento para seguir avanzando.
Las puertas se abren ante mí como por voluntad divina, y yo, dando gracias al cielo, continúo corriendo sin importar las heridas que las espinas y las piedras provocan en mis pies. Izquierda, derecha, de frente, derecha…tantas veces lo visité que aún de haber mantenido los ojos cerrados hubiese encontrado el lugar.
Ahí está. Su tumba. Con una fuerza que no se de donde logro tomar levanto la lápida y dejo al descubierto ese pequeño ataúd que tantas noches me ha atormentado. Sin tiempo para pensármelo dos veces abro la tapa. Y ahí está. Muerto pero incorrupto, con un gesto de paz recorriendo su cara. Nuevas lágrimas, esta vez de felicidad, brotan en torrente desde mis ojos, y ese pesar que me estaba oprimiendo el pecho se desvanece como polvo en el viento. Beso su frente como siempre me ha gustado hacer.
Me levanto y grito de felicidad mientras doy vueltas bajo una lluvia ahora intensa; los brazos abiertos, el pelo empapado, la mirada y la sonrisa dirigidas al cielo dando gracias de que todo fuera un embuste.
Pero no para todos hay felicidad. En la lejanía una criatura tan bella como oscura me mira con desdén. Esos ojos no son humanos…carecen del alma que tiempo ha perdieron y que buscan arrebatarle a alguien de buen corazón. Pero no a mí. Pero no a él. Ya no."