Cuatro Pentagramas (Borrador)
Al fin había acompañado a mamá a casa desde el psiquiátrico. Era una noche lluviosa y habíamos llegado completamente empapados, ella bajo una manta casi temblando, vestida tan solo con la fina ropa uniformada y pálida del centro en el que había estado. Delgada, arrugada y mucho más blanca que de costumbre, casi tanto como el pequeño collar de perlas que le había regalado ese año y que siempre llevaba puesto. Le tenía mucho cariño, era lo único que había podido tener cerca que fuera mío, el único contacto entre nosotros, la única señal de que la seguía queriendo con toda mi rabia. Cada día antes de colgar me lo recordaba por el teléfono.
La casa estaba a oscuras, tan solo iluminaba la pequeña lámpara de luz tenue y amarillenta que me había dejado encendida en el salón antes de salir corriendo cuando recibí la llamada del hospital. La acosté en el sillón y fui a prepararle algo de leche caliente para que recuperase la temperatura y se relajase. Eso la ayudaba mucho a dormir.
Estando en la cocina, de pronto, oí un fabuloso trueno y mamá gritó. Me gritó a mí para que fuera a bajar las persianas. Resoplé. 'Ya voy', dije suavemente. '¡¡No, ven ya!! ¡¡Baja las persianas!! ¡Lo que pasa es que...' continuó mamá, berborreando a gritos, pronunciando frases cada vez menos coherentes, más neuróticas. Entré en el salón. Bajé las persianas. Mi cuerpo estaba en tensión. 'Gracias hijo', dijo muy dulcemente. Odio eso. Volví a la cocina. Cogí aire, respiré hondo y saqué la leche de la cacerola. Le encanta que se caliente la leche en la cacerola.
Fui a llevarle la leche y me arrodillé junto a mi madre yaciente con los ojos cerrados, como dormida, con el vaso en las manos, acercándoselo para que sintiera el calor emanando del recipiente. Esperaba que con tan solo la sensación de esa temperatura cercana y el olor que desprendía la leche comenzara a relajarse. Por el contrario, se asustó y, tratando de zafarse de un posible atacante, me cogió la mano tratando de apartarme, lo que provocó que la ardiente leche cayera sobre su antebrazo haciendo que propinara un escandaloso y exagerado grito de dolor. Me miró dolorida al instante como tan solo ella puede hacerlo, con esa expresión demoníaca de rabia incontenible, con los ojos abiertos como platos como inyectados en sangre, mostrando los dientes cual feroz criatura, todos los músculos de la cara tensos, el cuello a punto de estallar, una mirada feroz que despertaba en mí el más profundo terror y generaba en mi alma tal ira, tal odio y repugnancia que arremetí contra ella con todas mis fuerzas con la palma de la mano golpeando su monstruosa tez. Cuando fue a recuperar la posición en la que estaba, mi lado más animal lanzó de nuevo mi mano contra su cara, haciéndola esta vez chocar contra el reposabrazos. Aún más ferozmente se lanzó mi otra mano, girada, para asirla del pelo volteando hacia mí su rostro de nuevo y propinándole un puñetazo. En un brevísimo acto de cordura me eché las manos a la cabeza y, girándome para no verla me tiré al suelo. 'No, ¡no!, ¡¡no!!, ¡¡¡no!!! No, no, no... no... no...' gemía yo sollozando sobre la alfombra. 'No, no, no...' fui bajando el tono. No oía a mi madre. ¡Quizá estaba muerta! Una parte de mí se alegró, la otra temió esto. Me acerqué rápidamente a ella, de rodillas, y la miré. Estaba llena de lágrimas, con mirada de alma herida, hacia el vacío, melancólica, incluso flagelante. Se castigaba mentalmente. 'Es mi culpa, es mi culpa, es mi culpa' pensaba. Siempre lo pensaba. Ocurriera lo que ocurriese, fuera ella la culpable o no, lo pensaba. Y flagelaba su alma por ello. Y yo no lo soportaba, no soportaba tanta estupidez, no soportaba que se hubiera maleducado, y cuanto más la miraba auto-flagelarse más furioso me ponía, más ira, más odio, más... '¡¡Deja de culparte!!' grité iracundo. La cogí otra vez del pelo y la hice rebotar contra el sillón. '¡¡¡No-te-culpes, no-te-culpes, no-te-culpes!!!' pronunciaba con cada empujón. Y ella sufría los tirones con gran gesto de dolor, los ojos bien cerrados, la boca muy abierta como intentando gritar de pena sin que la garganta la dejase hacerlo. Me eché a llorar encogido sobre la alfombra. Ahora sí oía llorar a mi madre. Entrecortada, ahogándose en sus propias lágrimas y esputos, como si su espíritu estuviera muriéndose de dolor y tratase de salírsele por la boca. Y por eso la maté. Porque ya estaba muerta, llevaba años sin estar cuerda, llevaba años sin conciencia, era una cáscara de moral antigua, era un impedimento para la felicidad, siempre lo fue, para todo el mundo. Cada vez más inútil, cada vez más cargante, cada vez más servicial, cada vez más sacrificada, cada vez menos egoísta, cada vez menos viva, cada vez menos persona. Cada vez la quería más y cada vez tenía mayor convicción de que tenía que acabar con el sufrimiento de todos. Cogí un cuchillo de la cocina, el afilado, el de cortar, y volví al salón. Y mi madre me miró con su última cara, una que jamás había visto, una que resumía en un solo rostro todo el pavor que una persona puede llegar a sentir cuando mira a los ojos a la propia muerte. Ella intentó gritar pero me abalancé sobre mamá y la rajé el cuello brutalmente, no solo una vez sino decenas, docenas, como tocando una de mis sinfonías a violín favoritas, hasta que me quedé sin cuerdas y por tanto sin instrumento.
Fui entonces al trastero y cogí lo que necesitaba para terminar con el sufrimiento de mi familia: ¡música! Una vez más, incluso habiendo sido lo último que había hecho, mi madre me había dado la solución. Música... Cogí una maza y una pluma de escribir. Llamé entonces a papá y a hermano. 'Ha pasado algo horrible, ven a casa enseguida' les dije a ambos sin darles más explicación. Papá fue el primero en llamar al timbre. Abrí la puerta y le dejé entrar. '¡¿Qué ha pasado?!' dijo muy alterado. Señalé, con melancolía en el rostro, el salón, que había dejado a propósito a oscuras. Él fue rápidamente hacia allí y, cuando dio la luz y apreció mi instrumento destrozado, un glorioso mazazo derribó a papá sobre el suelo de casa. Me senté sobre su espalda y, golpe a golpe, crujido a crujido, fui marcando el ritmo con aquel peculiar tambor. Después proseguí por las costillas, la columna, las extremidades, y poco a poco reduje aquel efímero instrumento a una masa informe. Destrozado, ya no servía para tocar. Justo al terminar llamó hermano a la puerta. Como recibimiento recibió la pluma en la tráquea, lo hice entrar a la fuerza sujetándole por ella y cerré la puerta. A pesar del forcejeo, tratándose de un delgaducho adolescente de trece años conseguí mantener sin problema la pluma clavada a su tráquea y desmontarla de forma que tan solo quedase el tubo. Enseguida comencé a impedir que respirase por la nariz o por la boca ahogándole con una mano, de forma que su único modo de respirar se convirtió en el tubo, agujereado como era el estilo de aquella pluma y produciendo un sonido poco armónico pero, sin embargo, musical. Con el pulgar empecé a tapar a placer la boca del tubo y comenzó con ello el sonido de muerte, la sinfonía del fin de la vida, la melodía de un ahogamiento, las notas cada vez más constantes. Con sus débiles manos intentaba zafarse del ahogamiento o retirar el tubo, pero todo le era inútil. Cada vez con menos fuerza, temblando tanto por el terror como por la falta de aire, su cuerpo se quedaba sin vida. Cada vez menos oportunidad de respirar, cada segundo más largo. Cada momento para él se volvía infinito sufrimiento. Espasmos lo hicieron botar. Quedó quieto. Muerto. Y sin embargo dentro de mí aún faltaba algo.
Entonces comprendí que no quería tan solo cuerda, viento y percusión. Me faltaba voz. ¡Voces! ¡¡Un coro!! Volví al lugar en el que yacía mi madre, el sofá, y recogí el cuchillo ensangrentado.
Uno a uno, vecino a vecino, casa a casa, todo el bloque fue gritando lo poco que yo les dejaba, dirigiéndoles, permitiendo el canto tan solo cuando era preciso para la melodía, procurando que ningún chillido alertase a los siguientes participantes. Un reguero de sangre cubría mis manos, mis instrumentos y mi ropa. Cada piso y rellano estaba moteado por charcos de color carmesí, como un dálmata de piedra infernal.
Y mi música se había ido para siempre y quedé tan solo yo. Pero una nueva melodía comenzó a sonar. Una melodía que fue la que debió oír Ulises atado al mástil de su barco, según cuenta la Odisea. La melodía de unas sirenas.
Un abrazo mágico
S. Alexander
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Al fin había acompañado a mamá a casa desde el psiquiátrico. Era una noche lluviosa y habíamos llegado completamente empapados, ella bajo una manta casi temblando, vestida tan solo con la fina ropa uniformada y pálida del centro en el que había estado. Delgada, arrugada y mucho más blanca que de costumbre, casi tanto como el pequeño collar de perlas que le había regalado ese año y que siempre llevaba puesto. Le tenía mucho cariño, era lo único que había podido tener cerca que fuera mío, el único contacto entre nosotros, la única señal de que la seguía queriendo con toda mi rabia. Cada día antes de colgar me lo recordaba por el teléfono.
La casa estaba a oscuras, tan solo iluminaba la pequeña lámpara de luz tenue y amarillenta que me había dejado encendida en el salón antes de salir corriendo cuando recibí la llamada del hospital. La acosté en el sillón y fui a prepararle algo de leche caliente para que recuperase la temperatura y se relajase. Eso la ayudaba mucho a dormir.
Estando en la cocina, de pronto, oí un fabuloso trueno y mamá gritó. Me gritó a mí para que fuera a bajar las persianas. Resoplé. 'Ya voy', dije suavemente. '¡¡No, ven ya!! ¡¡Baja las persianas!! ¡Lo que pasa es que...' continuó mamá, berborreando a gritos, pronunciando frases cada vez menos coherentes, más neuróticas. Entré en el salón. Bajé las persianas. Mi cuerpo estaba en tensión. 'Gracias hijo', dijo muy dulcemente. Odio eso. Volví a la cocina. Cogí aire, respiré hondo y saqué la leche de la cacerola. Le encanta que se caliente la leche en la cacerola.
Fui a llevarle la leche y me arrodillé junto a mi madre yaciente con los ojos cerrados, como dormida, con el vaso en las manos, acercándoselo para que sintiera el calor emanando del recipiente. Esperaba que con tan solo la sensación de esa temperatura cercana y el olor que desprendía la leche comenzara a relajarse. Por el contrario, se asustó y, tratando de zafarse de un posible atacante, me cogió la mano tratando de apartarme, lo que provocó que la ardiente leche cayera sobre su antebrazo haciendo que propinara un escandaloso y exagerado grito de dolor. Me miró dolorida al instante como tan solo ella puede hacerlo, con esa expresión demoníaca de rabia incontenible, con los ojos abiertos como platos como inyectados en sangre, mostrando los dientes cual feroz criatura, todos los músculos de la cara tensos, el cuello a punto de estallar, una mirada feroz que despertaba en mí el más profundo terror y generaba en mi alma tal ira, tal odio y repugnancia que arremetí contra ella con todas mis fuerzas con la palma de la mano golpeando su monstruosa tez. Cuando fue a recuperar la posición en la que estaba, mi lado más animal lanzó de nuevo mi mano contra su cara, haciéndola esta vez chocar contra el reposabrazos. Aún más ferozmente se lanzó mi otra mano, girada, para asirla del pelo volteando hacia mí su rostro de nuevo y propinándole un puñetazo. En un brevísimo acto de cordura me eché las manos a la cabeza y, girándome para no verla me tiré al suelo. 'No, ¡no!, ¡¡no!!, ¡¡¡no!!! No, no, no... no... no...' gemía yo sollozando sobre la alfombra. 'No, no, no...' fui bajando el tono. No oía a mi madre. ¡Quizá estaba muerta! Una parte de mí se alegró, la otra temió esto. Me acerqué rápidamente a ella, de rodillas, y la miré. Estaba llena de lágrimas, con mirada de alma herida, hacia el vacío, melancólica, incluso flagelante. Se castigaba mentalmente. 'Es mi culpa, es mi culpa, es mi culpa' pensaba. Siempre lo pensaba. Ocurriera lo que ocurriese, fuera ella la culpable o no, lo pensaba. Y flagelaba su alma por ello. Y yo no lo soportaba, no soportaba tanta estupidez, no soportaba que se hubiera maleducado, y cuanto más la miraba auto-flagelarse más furioso me ponía, más ira, más odio, más... '¡¡Deja de culparte!!' grité iracundo. La cogí otra vez del pelo y la hice rebotar contra el sillón. '¡¡¡No-te-culpes, no-te-culpes, no-te-culpes!!!' pronunciaba con cada empujón. Y ella sufría los tirones con gran gesto de dolor, los ojos bien cerrados, la boca muy abierta como intentando gritar de pena sin que la garganta la dejase hacerlo. Me eché a llorar encogido sobre la alfombra. Ahora sí oía llorar a mi madre. Entrecortada, ahogándose en sus propias lágrimas y esputos, como si su espíritu estuviera muriéndose de dolor y tratase de salírsele por la boca. Y por eso la maté. Porque ya estaba muerta, llevaba años sin estar cuerda, llevaba años sin conciencia, era una cáscara de moral antigua, era un impedimento para la felicidad, siempre lo fue, para todo el mundo. Cada vez más inútil, cada vez más cargante, cada vez más servicial, cada vez más sacrificada, cada vez menos egoísta, cada vez menos viva, cada vez menos persona. Cada vez la quería más y cada vez tenía mayor convicción de que tenía que acabar con el sufrimiento de todos. Cogí un cuchillo de la cocina, el afilado, el de cortar, y volví al salón. Y mi madre me miró con su última cara, una que jamás había visto, una que resumía en un solo rostro todo el pavor que una persona puede llegar a sentir cuando mira a los ojos a la propia muerte. Ella intentó gritar pero me abalancé sobre mamá y la rajé el cuello brutalmente, no solo una vez sino decenas, docenas, como tocando una de mis sinfonías a violín favoritas, hasta que me quedé sin cuerdas y por tanto sin instrumento.
Fui entonces al trastero y cogí lo que necesitaba para terminar con el sufrimiento de mi familia: ¡música! Una vez más, incluso habiendo sido lo último que había hecho, mi madre me había dado la solución. Música... Cogí una maza y una pluma de escribir. Llamé entonces a papá y a hermano. 'Ha pasado algo horrible, ven a casa enseguida' les dije a ambos sin darles más explicación. Papá fue el primero en llamar al timbre. Abrí la puerta y le dejé entrar. '¡¿Qué ha pasado?!' dijo muy alterado. Señalé, con melancolía en el rostro, el salón, que había dejado a propósito a oscuras. Él fue rápidamente hacia allí y, cuando dio la luz y apreció mi instrumento destrozado, un glorioso mazazo derribó a papá sobre el suelo de casa. Me senté sobre su espalda y, golpe a golpe, crujido a crujido, fui marcando el ritmo con aquel peculiar tambor. Después proseguí por las costillas, la columna, las extremidades, y poco a poco reduje aquel efímero instrumento a una masa informe. Destrozado, ya no servía para tocar. Justo al terminar llamó hermano a la puerta. Como recibimiento recibió la pluma en la tráquea, lo hice entrar a la fuerza sujetándole por ella y cerré la puerta. A pesar del forcejeo, tratándose de un delgaducho adolescente de trece años conseguí mantener sin problema la pluma clavada a su tráquea y desmontarla de forma que tan solo quedase el tubo. Enseguida comencé a impedir que respirase por la nariz o por la boca ahogándole con una mano, de forma que su único modo de respirar se convirtió en el tubo, agujereado como era el estilo de aquella pluma y produciendo un sonido poco armónico pero, sin embargo, musical. Con el pulgar empecé a tapar a placer la boca del tubo y comenzó con ello el sonido de muerte, la sinfonía del fin de la vida, la melodía de un ahogamiento, las notas cada vez más constantes. Con sus débiles manos intentaba zafarse del ahogamiento o retirar el tubo, pero todo le era inútil. Cada vez con menos fuerza, temblando tanto por el terror como por la falta de aire, su cuerpo se quedaba sin vida. Cada vez menos oportunidad de respirar, cada segundo más largo. Cada momento para él se volvía infinito sufrimiento. Espasmos lo hicieron botar. Quedó quieto. Muerto. Y sin embargo dentro de mí aún faltaba algo.
Entonces comprendí que no quería tan solo cuerda, viento y percusión. Me faltaba voz. ¡Voces! ¡¡Un coro!! Volví al lugar en el que yacía mi madre, el sofá, y recogí el cuchillo ensangrentado.
Uno a uno, vecino a vecino, casa a casa, todo el bloque fue gritando lo poco que yo les dejaba, dirigiéndoles, permitiendo el canto tan solo cuando era preciso para la melodía, procurando que ningún chillido alertase a los siguientes participantes. Un reguero de sangre cubría mis manos, mis instrumentos y mi ropa. Cada piso y rellano estaba moteado por charcos de color carmesí, como un dálmata de piedra infernal.
Y mi música se había ido para siempre y quedé tan solo yo. Pero una nueva melodía comenzó a sonar. Una melodía que fue la que debió oír Ulises atado al mástil de su barco, según cuenta la Odisea. La melodía de unas sirenas.
Un abrazo mágico
S. Alexander
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