Despertose cubierto de maleza. A su alrededor solo silencio y cruces celtas alzándose entre la insondable oscuridad. Ráfagas de viento gélido azotaban las ramas de los árboles del cementerio, la luna pendía llena y rojiza en el cielo color del ébano salpicado con el fulgor de las estrellas. Su cuerpo y su razón, ambos por igual entumecidos, apenas eran conscientes de cuanto les rodeaba: El barro húmedo, la inclemencia del frío, el olor a muerte impregnando el aire... Una única realidad parecía tener cabida en la mente de la criatura. Tenía sed. Una sed tal que turbaba sus sentidos, que le impedía moverse y le hundía en la más profunda desesperación. Una sed que no podía saciar con la sangre de las tumbas y los nichos.
Gimió de terror y sed la criatura, y nuevamente en su lamento no había nada de humano, gimió de rabia; intentando recordar tiempos pasados rodeado de bellas vírgenes y castos muchachos cuyas cristianas almas corrompía y cuya vida arrebataba para asegurar su propia supervivencia.
¡Gimió la criatura ahuyentando a las aves que le observaban desde las ramas! La culpa y la negación de su propia naturaleza habían supuesto su fin. Ciegamente había abandonado su palacio de ensueño para hacer penitencia por todos aquellos que entre sus sábanas y entre sus fauces habían dejado este mundo.
Gimió una última vez, esta de vergüenza, la criatura; comprendiendo al fin que ni el ángel puede quemar sus alas ni el demonio arrancar sus cuernos. Acercó su muñeca a sus ajados labios hundiendo allí sus colmillos para que brotara la poca sangre que permanecía estancada en sus frías venas. En el preciso instante en que bebió de aquella sangre muerta la criatura exaló su última suspiro, rodeado de silencio y cruces celtas, con una sonrisa en los labios. Había aceptado su naturaleza. Había calmado su sed
Gimió de terror y sed la criatura, y nuevamente en su lamento no había nada de humano, gimió de rabia; intentando recordar tiempos pasados rodeado de bellas vírgenes y castos muchachos cuyas cristianas almas corrompía y cuya vida arrebataba para asegurar su propia supervivencia.
¡Gimió la criatura ahuyentando a las aves que le observaban desde las ramas! La culpa y la negación de su propia naturaleza habían supuesto su fin. Ciegamente había abandonado su palacio de ensueño para hacer penitencia por todos aquellos que entre sus sábanas y entre sus fauces habían dejado este mundo.
Gimió una última vez, esta de vergüenza, la criatura; comprendiendo al fin que ni el ángel puede quemar sus alas ni el demonio arrancar sus cuernos. Acercó su muñeca a sus ajados labios hundiendo allí sus colmillos para que brotara la poca sangre que permanecía estancada en sus frías venas. En el preciso instante en que bebió de aquella sangre muerta la criatura exaló su última suspiro, rodeado de silencio y cruces celtas, con una sonrisa en los labios. Había aceptado su naturaleza. Había calmado su sed