La palabra tiene siete letras, no más que siete. A menudo cuando usas dos o tres todo el mundo te mira con cara de sorpresa y te dice que pareces triste y desdichado. Por el contrario cuando usas ocho o nueve la gente se sorprende y te dice que ese día estás extrañamente repipi.
Las palabras parecen llenarlo todo en esta vida. Cuando te despiertan con un “buenos días” abrazas la mañana como un hecho propio (ahora ya en tu mente) y parece que el adjetivo “bueno” te va a acompañar todo el día. Esta sensación suele desaparecer justo después de desayunar las mismas galletas de siempre, con las mismas galletas de siempre, para pensar que hoy te tocará hacer lo de siempre. Cuando en tu cabeza se empieza a tomar forma la idea de que algo bueno lo es más la primera vez y que si ya has hecho algo dos veces la primera es original pero la segunda es una imitación, y las imitaciones no son buenas.
Asimismo las palabras pueden también vaciarlo todo en esta vida. A veces suenan como un portazo que te echa de la entrada de la sala en la que sabes que se va a proyectar una película tremendamente interesante, o simplemente se desfiguran y en tu mente causan la misma sensación que el rugido de un león cuando te acercas a su jaula.
Las palabras pueden ser de arcilla y cobrar, con un leve golpe, todo tipo de sentidos (no siempre correctos) que te empujan y empujan a hacer un terrible esfuerzo mental por enmendar lo que fue un mal acierto en el bosque de genialidad que alberga el diccionario.
El problema viene dado porque hay muchas. Todo sería mucho más fácil si en la selección mental de lo que se puede o no decir sólo tuviéramos cosas como “gracias” o “¡que bien te sienta ese moño!” Pero no, nos pusimos caprichosos y decidimos que igual que cosas buenas las malas también tenían derecho a tener su pequeña parcelita en nuestro maremagno de vocales y consonantes.
Como un río que va a morir a la montaña, así actúa nuestro cerebro cuando retroactivamente las palabras surgen de lago ajeno a él, como si nos hubiéramos dejado llevar por todo menos por lo que queríamos decir. Aquí está la grandiosidad del lenguaje. Aquí está la perdición del hombre y lo que hace nuestra vida más interesante que la de los pobres animales evolutivamente cercados que sólo pueden abrir la boca y hacer retumbar el aire en ella para mostrar su desagrado o su aprobación o de los que están condenados a no poder hacer ni ese gesto tan animal, pero a veces tan humano.
Las palabras parecen llenarlo todo en esta vida. Cuando te despiertan con un “buenos días” abrazas la mañana como un hecho propio (ahora ya en tu mente) y parece que el adjetivo “bueno” te va a acompañar todo el día. Esta sensación suele desaparecer justo después de desayunar las mismas galletas de siempre, con las mismas galletas de siempre, para pensar que hoy te tocará hacer lo de siempre. Cuando en tu cabeza se empieza a tomar forma la idea de que algo bueno lo es más la primera vez y que si ya has hecho algo dos veces la primera es original pero la segunda es una imitación, y las imitaciones no son buenas.
Asimismo las palabras pueden también vaciarlo todo en esta vida. A veces suenan como un portazo que te echa de la entrada de la sala en la que sabes que se va a proyectar una película tremendamente interesante, o simplemente se desfiguran y en tu mente causan la misma sensación que el rugido de un león cuando te acercas a su jaula.
Las palabras pueden ser de arcilla y cobrar, con un leve golpe, todo tipo de sentidos (no siempre correctos) que te empujan y empujan a hacer un terrible esfuerzo mental por enmendar lo que fue un mal acierto en el bosque de genialidad que alberga el diccionario.
El problema viene dado porque hay muchas. Todo sería mucho más fácil si en la selección mental de lo que se puede o no decir sólo tuviéramos cosas como “gracias” o “¡que bien te sienta ese moño!” Pero no, nos pusimos caprichosos y decidimos que igual que cosas buenas las malas también tenían derecho a tener su pequeña parcelita en nuestro maremagno de vocales y consonantes.
Como un río que va a morir a la montaña, así actúa nuestro cerebro cuando retroactivamente las palabras surgen de lago ajeno a él, como si nos hubiéramos dejado llevar por todo menos por lo que queríamos decir. Aquí está la grandiosidad del lenguaje. Aquí está la perdición del hombre y lo que hace nuestra vida más interesante que la de los pobres animales evolutivamente cercados que sólo pueden abrir la boca y hacer retumbar el aire en ella para mostrar su desagrado o su aprobación o de los que están condenados a no poder hacer ni ese gesto tan animal, pero a veces tan humano.
Última edición por 2+2=5 el Miér 6 Abr 2011 - 3:30, editado 1 vez